UNA
ADAPTACIÓN IMPECABLE
La
decisión de evitar abarcarlo todo y optar por ofrecernos una
película donde suceden pocas cosas es un acierto; así como el hecho
de tratar de respetar al máximo la esencia del personaje, siendo
esta su principal virtud.
Esta
película es la antítesis de la protagonizada por Sylvester Stallone
en los años noventa. Es como si los responsables de la misma
hubiesen revisado la cinta anterior, eliminado todos los elementos
superfluos de la misma y potenciado aquellos que pasaron inadvertidos
o directamente se obviaron.
La
película nos narra el fatídico primer día de la Juez Anderson,
quien poseé poderes psíquicos y un idealismo que se irá viendo
diezmado a medida que su personalidad va evolucionando y la situación
en la que ambos jueces se ven inmersos adquiere tintes morales más
complejos.
Anderson
sirve como motor narrativo para que los espectadores puedan ir
descubriendo a través de sus ojos el mundo futurista y totalitario
donde los policias aplican la ley de forma violenta e inclemente; ya
que tienen potestad para detener, juzgar y ejecutar las sentencias de
muerte al instante.
La
presencia de la novata es importantísima para darle al argumento una
cierta carga emocional. Aunque Anderson se irá endureciendo a
marchas forzadas; es eso, o la muerte. También, la ausencia de casco
-ya que este impide que sus poderes psíquicos funcionen de forma
correcta- vale como espejo amplificador de la escasa humanidad del
incorruptible e implacable Juez Dredd -víctima insconsciente del
sistema; cuya única obsesión es hacer cumplir la ley sin
cuestionarla- y permite que el espectador pueda empatizar del alguna
forma con el encargado de acompañar y evaluarla durante ese primer
día de servicio.
Esta
vez sí, la historia respeta la idiosincrasia
del personaje, y Dredd -creado por John Wagner y Carlos Ezsquerra
para la revista 2000 AD- no se quita el casco en toda la película.
“Dreed”
es una película de acción trepidante, que no olvida el transfondo
paródico y de crítica social con el que nació el personaje hace
más de treinta y cinco años, época en la que la alargada sombra de
Margaret Thatcher provocó que la política de “mano dura” en
Inglaterra se viera incrementada y favoreciese las diferencias
sociales y la opresión de determinados colectivos; pero cuyo
principal objetivo es entretener.
Por
eso mismo, el filme utiliza solo el transfondo social como escenario
y contexto de una historia donde la violencia extrema contrasta con
la falta de reacción por parte de los jueces que la ejercen, en
contraposición con el histrionismo de los criminales
implicados en el asedio.
Probablemente,
en la más que previsible secuela -basta que la película haga unos
buenos números en taquilla- se hará más hincapié en la situación
sociopolítica, sin dejar de lado la acción desenfrenada; se
ahondandará más profundamente en las sangrantes direfencias
sociales y económicas que posibilitan que una élite disfrute de una
vida de lujo y comodidades mientras los estratos más pobres de la
sociedad se pudren hacinados en interminables torres de hormigon; y
se tratará de explicar por qué la delincuencia crece,
exponencialmente, a medida que las leyes se endurecen y las drogas
químicas se convierten en la panacea una vida miserable y sin
expectativas de cambio.
Peter
Travis, director de la cinta, ha dado en el blanco a la hora de darle
vida al guion sencillo, directo y sin fisuras de Alex Garland. Este
filme parece estar rodado con el espíritu libre y sin concesiones de
una producción independiente de bajo presupuesto: pocos personajes,
sangre a raudales, secuencias desagradables; prácticamente una única
localización; una trama sencilla y directa; secuencias rodadas a
cámara superlenta, con claras intenciones artísticas, pero sin la
pretensión de deleitar, sino de tratar de captar la sensación de un
“chute” y contrastar con la rápidez de un montáje excelente,
cuyo ritmo endiablado se consigue sin la necesidad de apabullar con
los planos incluidos en las distintas secuencias que componen la
película-; y una fotografía sucia y envejecida que enriquece el
metraje con una textura devaluada; ideal para representar una
sociedad en franca decadencia.
Tampoco,
como ya hemos mencionado, Travis escatima en sangre, vísceras y
secuencias truculentas, al igual que en las historietas británicas.
Tal vez se hecha un poco de menos el humor negro que destilan las
páginas del cómics. Aunque quizá sea mejor que no se hayan
inclinado por la parodia exagerada; la medida justa del humor y el
tono de este pueden echar a perder unos buenos personajes y una buena
historia.
La
película no es una obra maestra -de hecho, puede aburrir e incluso
enfadar a aquellos incautos que entren en la sala sin saber qué es
Juez Dredd y esperando un cuidado desarrollo de personajes, una trama
compleja o una experiencia metafísica-, pero es una adaptación
perfecta del personaje. Probablemente, si no te gusta este filme,
tampoco lo harán las historietas del personaje -y viceversa- porque
el tono está captado de forma prodigiosa.
Para
finalizar, cabe destacar la excelente presencia de Karl Urban como
Dredd -en un poderoso ejercicio de falta de ego- quien nos ofrece
una interpretación potente y fiel del Juez Dredd, valiéndose solo
de la voz -indispensable verla en versión original- y del lenguaje
corporal. También cumplen de manera eficaz Lena Headley
-interpretando a una prostituta y drogadicta convertida en capo del
crimen- y sobre todo, Olivia Thirby, quien le da el aire de
fragilidad e inocencia que necesita el Juez Anderson.
Plenamente de acuerdo con tus palabras, Roberto. Una adaptación para no perderse y pasarlo muy bien en la butaca.
ResponderEliminarSaludos.
¡Qué putada que no esté funcionando en taquilla, y probablemente jamás veremos una segunda parte!
ResponderEliminarUn saludo, Pedro.