jueves, 21 de mayo de 2009

Demasiado ocupados

Dejaba que me despertara la luz del día, pues el sonido del despertador sólo me recordaba que no tenía a dónde ir. Llevaba dos meses fingiendo encontrarme en el séptimo cielo, delante de amigos y familiares; y poco más de un mes, llorando a escondidas, cuando volvía a casa, ya bien entrada la noche. Quise tomarme mi despido como una oportunidad; qué otra cosa podía hacer. Pensé que la mejor manera de no rendirme, era centrarme por completo en la escritura. Tenía algo ahorrado, y bastante cotizado en la seguridad social. Debido a lo cual, sentía que tenía un margen suficiente de tiempo para hacer una última intentona de dedicarme a lo que realmente se me daba bien: ganarme la vida como escritor. Pero las cosas se fueron truncando poco a poco. Al principio dedicaba un par de horas a echar currículum en Internet, con el propósito de encontrar un trabajo que me llenara; y luego, me pasaba más de ocho horas escribiendo relatos y una novela que quería terminar para tratar de moverla. Le dedicaba a la tarea de escribir el mismo tiempo y esfuerzo que a un trabajo —incluso seguía horarios estrictos, que respetaba a rajatabla—; pero con el transcurrir de las semanas los viejos fantasmas salieron de sus escondrijos y comenzaron a acecharme con la misma fiereza de antaño. Estaba en la treintena y sentía que no tenía derecho a tratar de luchar por sacar adelante un sueño que aparqué durante la adolescencia porque todo el mundo me decía que no podría ser. Cada tarde, me obligaba a mi mismo a pasear sin descanso por las calles de Madrid, intentando disfrutar de un tiempo del cual, a veces, me sentía dueño exclusivo; ya que todo el mundo que me encontraba se encargaba de recordarme lo ocupado que estaba con su trabajo absorbente y la ingente cantidad de problemas que le acuciaban —todos, claro, más importantes que los míos—. Aún cuando cerraba los ojos para intentar conciliar el sueño, ya en mi cama, no dejaba de oírles decir: Es que YO no tengo tiempo para nada. Es que YO tengo mucho trabajo. Es que YO tengo que pagar un piso. Es que YO no puedo aceptar cualquier empleo, necesito ganar más de 1000 euros. Es que YO, YO, YO… Y yo, así en minúsculas, yo, con el ánimo de no molestar, asentía con la cabeza y ponía mi cara más comprensiva, mientras decía algo así como: Bueno, ánimo… Cuando, en realidad, me hubiera gustado decir: Hijo de puta, y yo qué soy, un bicho de otro planeta. Y YO, en mayúsculas, es decir aquella persona que se sentía superior a mí, porque me pasaba las tardes vagando por Madrid y escribiendo por las mañanas chorradas que no daban dinero, en lugar de convertirme en un miembro productivo de la sociedad, me miraba con una expresión que rozaba la repugnancia —como quien mira una cucaracha—; o peor aún, como a un niño que todavía no sabe nada de la vida de los adultos. Aunque nunca me lo dijeron de forma directa, sus palabras daban a entender —de forma muy poco sutil— que yo, sí, el de antes, el de las minúsculas, era poco más que un jeta, que no quería trabajar como hacían todos los demás… Ahora, más de un año después desde que encontrara un trabajo que no me gusta —pero que me permite pasar de puntillas por la vida, sin que nadie haga juicios de valor sobre mí—, ya no escribo nada y he dejado de hacer todas aquellas cosas que me llenaban. Creí que así me sentiría mejor, más orgulloso de mí mismo. Pero no hago más que empeorar. Me imagino que el diagnóstico sería depresión, si algún día decidiera visitar a un médico. Pero hay una cosa de la que esto convencido, por muy mal que vaya mi vida, jamás le diré a otra persona, sin saber cómo está y por lo que está pasando: Es que YO no tengo tiempo para nada. Es que YO tengo mucho trabajo. Es que YO tengo que pagar un piso. Es que YO no puedo aceptar cualquier trabajo, necesito ganar más de 1000 euros. Es que YO, YO, YO… No, jamás.