lunes, 22 de agosto de 2011

Frankenstein, de Mary Shelley



El proyecto de adaptar de nuevo al cine la impresionante novela romántica escrita por Mary Shelley surgió después de que Francis Ford Coppola rodara una fiel e impecable película del vampiro por excelencia: Drácula, de Bram Stoker´s; y ésta, se convirtiera en un éxito sin paliativos, tanto de crítica como de público. En un abrir y cerrar de ojos —tras años condenados al ostracismo— los monstruos de Hollywood resurgían, y los espectadores parecían ávidos de películas de terror gótico, tratadas, eso sí, de forma realista y romántica.


Sony Pictures quiso seguir engordando la gallina de los huevos de oro, y le ofreció la posibilidad al director italoamericano de urdir una ambiciosa trilogía gótica. La cual estaría integrada por tres películas, cada una de ellas, protagonizada por uno de los grandes mitos del cine de terror.

La maquinaria se puso de nuevo en marcha. Pero, para sorpresa de todos, Coppola no quiso asumir la dirección esta vez. Quizá le preocupaba las comparaciones que podían surgir entre las dos películas; más, si tenemos en cuenta el poco tiempo trascurrido entre una y la otra, y las similitudes temáticas. Muchos aún se preguntan cómo hubiese quedado la película, si Coppola la hubiese dirigido; pero esa es una pregunta, que nunca tendrá respuesta.

Fuera como fuese, el caso es que, una vez quedó claro que Coppola se limitaría a desempeñar labores de producción, se procedió a buscar un director joven, talentoso, ambicioso y con ínfulas de gran autor. El elegido para dirigir la película no fue otro que Kenneth Branagh, a quien, por aquel entonces, ya se le comparaban con el mismísimo Orson Wellers; a pesar de que sólo había dirigido tres películas para el mercado americano: Morir Todavía (Dead Again, 1991), Los amigos de Peter (Peter´s friendo, 1992) y Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993); después, claro está, de haber dejado a medio mundo boquiabierto con su majestuosa ópera prima, rodada en Inglaterra: Enrique V (Henry V, 1989).

Enseguida, como el joven director inglés estaba bastante familiarizado con la obra literaria de Mary Shelley, tomó el timón de la producción y, valiéndose de la fiel adaptación que habían escrito Steph Lady y Frank Darabont, comenzó a imprimirle a la producción su particular sello; logrando que, poco a poco, la película se tornase más fiel a sus necesidades como autor y a las obsesiones que, por aquel entonces, le preocupaban como cineasta. Lógicamente, la atmósfera de la película se impregnó del espíritu trágico de Shakespeare, aprovechando, para ello, los inmensos decorados — conscientemente fabricados de forma teatral— y potenciando la historia de amor imposible entre el doctor Víctor Frankenstein y Elizabeth.

Branaght se rodeo de un plantel de actores de primera fila: Robert de Niro (La criatura) Helena Bonham Carter (Elizabeth), Tom Hulce (Clerval) o Ian Holm (padre del doctor Frankenstein). Además, siendo consciente de la importancia vital de la partitura musical, recurrió a su colaborador habitual, el compositor Patrick Doyle, quien compuso una de las bandas sonora más bellas e intensas que se hayan hecho jamás para el séptimo arte.


También decidió preocuparse menos de los elementos sobrenaturales de la trama, con el propósito de centrarse en narrar un pretencioso melodrama victoriano, lleno de épica y lirismo, que hablaba de ética y moralidad, que exploraba el monstruo interior que se esconde en lo más hondo de nuestro ser; y que mostrara las horrendas consecuencias que puede sufrir el ser humano, si sigue tratando de alcanzar la divinidad, sustituir el concepto de Dios y alterar el ciclo natural de la vida.

Cuando por fin se estrenó, a mediados de los noventa, lo primero que se le criticó a su director —aparte, claro, de acusarle de aburrido, divo y pretencioso— es que la caracterización de Robert De Niro no se parecía en nada a la original. ¿Cuántos habrían leído la novela de Shelley?, antes de decir semejante barbaridad. Porque quizá yo la malinterpreté, cuando la leí hace ya bastante tiempo, pero juraría que el aspecto que más se aproxima a lo descrito en la novela es el que presenta la criatura de Frankenstein en esta película.

Robert De Niro está magnifico. Su interpretación de la criatura es digna de estudio. Resulta impresionante cómo el actor es capaz de manejar un abanico tan grande de emociones, haciendo un ejercicio de contención, expresándolo todo con la mirada, el gesto y el lenguaje corporal; sin apenas valerse de la palabra. Lo que provoca que el espectado pueda empatizar fácilmente con su dolor y su ira.


Otro de los comentarios hirientes que se vertió sobre la película, fue que en la escena en la que Víctor Frankenstein —interpretado por el propio Branaght— da vida a su monstruosa creación, éste se dedica a pasearse, luciendo torso desnudo y sudoroso, de un lado a otro, mientras manipula la maquinaria de su laboratorio, con el único fin de exhibir su recién esculpido cuerpo. Absurda aseveración, ya que el actor no ha tenido ningún pudor en mostrar su cuerpo en peores circunstancias en films posteriores. Además, si uno analiza con detenimiento la película, se da cuenta de que se juega mucho con la plasticidad de la carne y la sensualidad constreñida.

No estoy de acuerdo con quienes dicen que es un error que las escenas tengan una planificación teatral y que la cámara vaya de un lado a otro, confeccionado largos planos secuencias, cuyos encuadres varían en función de las necesidades dramáticas de la escena en cuestión. Tampoco están de más, los abundantes planos cenitales, que acrecienta la insignificancia de los personajes respecto a la magnitud del mundo que les rodea.

Frankenstein de Mary Shelly no es la obra maestra que Branagh quiso rodar —dos años después, sí que lo conseguiría, con su prodigiosa: Hamlet—. Pero es una película épica y hermosa, a la que el tiempo empieza ya a hacer justicia. Cuando la gente olvide el batacazo en taquilla y el vapuleo mediático, y la contemple sin prejuicios, seguro que se sorprenden satisfactoriamente.