jueves, 17 de junio de 2010

Vidas y trayectos



—Dime… ¿quieres vivir?

Gabriel sabía que se trataba de una pregunta retórica, porque, a pesar de que la masa gris de su cerebro resbalaba ya casi por la mejilla, nunca su mente se encontró tan lúcida, tan despierta, como en ese instante final.

María hurgaba y arañaba, llevada por la desesperación, valiéndose de sus propios dedos, los labios vaginales; entre los cuales se había escabullido su bebé mientras orinaba. El cuerpo roto del recién nacido, yacía, ahora, tumbado boca arriba, con el cráneo abierto, muy, muy cerquita de ella.

Pedro caminaba, descalzo, por la orilla de una playa que vomitaba sangre. La normalidad se le atragantaba, como un mal viaje; y la razón, se dispersaba, como un millar de esferas en una máquina del millón. Necesitaba un tiro.

Ana no se atrevía a volverse. Era incapaz de mirar a los ojos del desconocido que había invitado a subir a casa, y a quien luego le había permitido entrar dentro de ella. Por eso fingía que dormía, mientras aguardaba a que él se marchara. Aquel extraño, a quien jamás volvería a ver, no le dio un beso al salir de su vida. Ana se alegró de que no lo hiciera, y lloró.

Dafne se moría de cáncer, y compraba en la panadería por última vez en su vida. Le resultó curioso descubrir que nunca se había fijado en aquel chico tan guapo, con quien, desde hacía seis años, coincidía en la panadería, y a quien nunca podría besar.

David despertó con las sábanas manchadas y un espacio vacío en la cama. Tras lo que le pareció un mundo, consiguió levantarse. Se metió en la ducha. Estuvo bajo el agua caliente más de media hora. El aroma de aquella mujer estaba prendido a él. Mientras planeaba su suicidio, David tomó conciencia de que nunca lograría olvidarla si algo fallaba.

La señora María subió al coche y fue a la mercería de toda la vida. Allí compró el cable más grueso y largo que pudo encontrar. Regresó a casa. Se enrolló el cable alrededor del cuello y dio una patada a la oxidada silla de jardín.

Nuria entró a la farmacia a comprar una caja de condones, mientras su novio, Fran, que los usaría esa misma noche con otra chica, en aquella estúpida fiesta a la que nunca debieron ir, aguardaba en el coche, con el motor en marcha.