jueves, 19 de febrero de 2009

Diario de un desahuciado

Sé que mi tiempo ha llegado a su fin. Es una sensación amarga, sí, pero la acepto en buena lid. Sin rencores. No tengo nada que reprochar. La enfermedad sólo ha hecho algo que yo no hubiera sido capaz de hacer por mí mismo. Siento que se me va la cabeza. Pronto, todo terminará. Hora de darse por vencido, y cerrar los ojos para siempre.
He vagado a la deriva durante toda mi vida. Me he convertido en lo que más me asustaba: un autómata que vive por, y para un trabajo que detesta. Alguien a quien sólo le quedan las emociones de personajes ajenos; teatros de vida, escenarios cotidianos, que, como sombras nocturnas, son consumidos por las primeras luces del alba.
Emocionalmente, hace mucho tiempo que estoy muerto. Qué más da, si ahora es mi corporalidad la que debe morir. Si tuviera algo que me atara a este mundo, quizá lucharía contra la enfermedad. Pero estoy muy cansado para enfrascarme en una dolorosa guerra que, ni tan si quiera sé, si tengo alguna posibilidad remota, o si quiero, ganar.
Los sueños, que una vez fueron el motor de mi vida, han pasado a ser las frustraciones que subyugan y niegan cualquier atisbo de esperanza.
Incontables veces, deseé gritar con todas mis fuerzas, a quienes jamás quisieron oírme. Ansié reconocer que tenía miedo —muchísimo—; que mi entereza, sólo era una pose forzada, una mascara agrietada, de quien no supo crecer como los demás.
Siempre me resultó muy curioso como las experiencias modelaban a las personas. Quién sería yo, cómo sería mi vida, si las cosas hubieran sido de otro modo, y mis elecciones hubiesen sido otras.
¿Es éste el justo pago por ser cómo soy? Nunca lo sabré. Pues el tiempo es un depredador implacable y cruel. Pero a pesar de que ya no importe, yo, sinceramente, creo que sí. Lo que no comprendo es que: si conscientemente soy capaz de aceptar la muerte, por qué no dejo de temblar.

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