Rob
Zombie se desprende del lastre artístico que supone asumir la
dirección de un remake y se transforma en un autor total en este
filme sobre brujería, aparentemente pequeño, que exuda una
atmósfera malsana, marca de la casa, y de las cientos de influencias
de la cultura popular que el escritor, guionista, director y estrella
del rock ha ido fagocitando de forma inconsciente a lo largo de su
vida. El remozado no perjudica en ningún momento a esta obra tan
personal como demencial; al contrario, le sienta de maravilla,
construyendo algo realmente personal y único. Y quizá por eso
mismo, sea este su filme más redondo. Aunque sus elementos más
logrados y sugerentes pueden no ser del agrado de muchos
espectadores.
El
espectador necesita implicarse, y no limitarse a ser un sujeto
pasivo, para poder “disfrutar” plenamente de la experiencia
visual y emocional que nos propone Rob Zombie. Como ocurre con los
filmes más personales de David Lynch, si el espectador no logra
conectar con los engranajes internos de la historia y se ve incapaz
de identificarse con las experiencias sensoriales que sufren los
personajes, le puede parecer todo una soberana bobada. Y no digamos
ya, si alguno se siente ofendido por la profusión de imágenes
religiosamente satánicas que inundan el film.
En
el caso de quien escribe estás líneas; no solo entré de forma
absoluta, sino que quedé hipnotizado por la imaginería de un filme
donde el exceso narrativo se mezcla con las experiencias más íntimas
del ser humano.
Resulta
curioso como pueden atisbarse influencias tan dispares como David
Lynch, Alejandro Jodorowsky, Luis Buñuel o Tobe Hopper, por citar
solo unos cuantos referentes de los cientos que cohabitan en el
celuloide de un filme que probablemente alcanzará la aureola de
película de culto.
Obviamente,
siendo un músico quien está detrás del guion y la dirección, la
banda sonora adquiere una preponderancia significativa. El rock
sinfónico y el tono característico, tanto de sus vídeos como de
otros grupos musicales, se entremezcla con secuencias oníricas y
perturbadoras que se nutren de un aspecto visual que mezcla el sexo y
la brujería con la religión católica.
Se
nota que nos encontramos ante un director que crece como autor ante
cada secuencia. Son muchas las imágenes que quedan grabadas en
nuestra memoria tras el visionado de la cinta, y eso no está al
alcance de muchos directores vivos.
Como
ya hemos mencionado de pasada, destaca por encima de todo una especie
de grandilocuencia contenida. Por raro que pueda sonar, Rob Zombie
rueda tratando de mitigar su tendencia al exceso; y ese difícil
equilibrio, hace de este filme inclasificable un ejemplo práctico de
cómo no se necesitan multitud de planos para componer una escena que
desborde energía emocional.
Al
contrario que ocurre con el cineasta Abel Ferrara, cuyos paralelismos
entre este filme y los del italoamericano son palpables, Rob Zombie
nos muestra imágenes de carácter religioso desde el punto de vista
de un no creyente. Lo que le permite retorcer y darle un aire insano
a los iconos sin tener problemas de conciencia. Abel Ferrara es un
católico que se siente pecador, y dicha condición le atormenta; Rob
Zombie es una estrella del Rock que se siente cómodo blasfemando y
solo le importa Dios como antítesis de Satanás.
Es
de agradecer que el final de “The Lords of Salem” esté acorde
con el desarrollo del filme y que no ocurra como en otros, donde las
explicaciones y los giros característicos dilapidan el resultado
global del largometraje.
En
definitiva, nos encontramos ante una película que se convertirá en
película de culto para una minoría y que probablemente será
repudiada por la mayoría.
Solo
el tiempo dará y quitará razones.
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